martes, 29 de octubre de 2013

Capitulo 10

6 horas hasta la completa realidad de casa

Parece extraño los cambios que tuve en las últimas dos semanas pero que el resto del mundo no. Seattle se seguía viendo igual mientras hacíamos nuestro camino hacia la carretera, así hicieron Everett y Mount Vernon. Mamá corrió hacia la tienda de alimentos en Anacortes antes de llegar al ferry para tomar unas cuantas cosas. Yo me quedé en el auto.

¿Todavía vendrás a casa hoy? Nico envió un mensaje de texto.
 
Si, yo contesté. Estamos tomando el ferry de las tres.
 
Espero que el bote no esté muy loco así puedas subir.
 
El Dr. nos dio un pase médico, subiremos, contesté. Estúpidos turistas.
 
En serio. No puedo esperar a verte hombre. Gaston dice hola.
 
Dile hola. Te veo pronto.
 
La verdad era que yo realmente no quería ver a nadie muy pronto.
 
Solo una cosa más para hacer todo esto real.
 
Inclinándome, vi a mamá empujando un carrito fuera de la tienda. Empujando atrás a mis nervios, deslicé el teléfono de vuelta a mi bolsillo, y salgo para ayudar a poner las compras en la cajuela.
 
El ferry no estaba tan mal como había estado hace unas cuantas semanas. Ahora que era la mitad de octubre, la mayoría de los turistas de verano estaban llegando de regreso para la escuela o el trabajo, pero todavía estaban los verdaderos veteranos que les gustaba esta época del año, cuando el clima todavía era bastante caliente pero no estaba tan loco. No que eso importara. Subimos al ferry muy bien con el pase prioritario del Dr. Calvin.
 
Mamá y yo no hablamos mucho mientras, lentamente, subíamos al gran ferry. Antes de ese día habríamos subido a la cubierta tan rápido como nos estacionamos, pero ese día los dos nos agachamos y pretendimos estar dormidos mientras el ferry pasaba por las aguas del Océano Pacífico.
 
Normalmente yo odiaba el ferry de las tres en punto porque se paraba en ambas islas, Lopez y Shaw antes de ir a Orcas, así que nos tomó una eternidad llegar a casa, pero este día no había suficientes islas para parar antes de que el ferry llegara al muelle.
 
Los trabajadores del ferry bajaron la rampa y aseguraron el bote con aburridos y bien practicados movimientos. Y luego los motores de los autos rugieron a la vida, un rastro de rojas luces traseras brillaba en una hilera.
 
Y finalmente nos llevaron hacia delante y las llantas tocaron las calles de la Isla de las Orcas.
 
Casa.
 
Pero todo acerca de casa iba a ser diferente desde ahí en adelante.
 
No estábamos ni a un kilómetro del ferry cuando un cartel gigantesco, por el lado de la calle, apareció a la vista.
 
¡Bienvenido a casa Peter! Leí. Había grandes corazones pintados en el papel blanco, manos pintadas, y firmas de lo que parecía como de la mitad de la isla.
 
Una pequeña sonrisa amenazó en aparecer en mis labios. Me di cuenta que mamá tenía una pequeña sonrisa en su cara cuando manejamos pasándolo.
 
La angosta calle serpenteaba lentamente entre los árboles y campos. Manejar en la isla era un poco diferente a manejar en el continente. Cuando la calle más rápida era solo a cuarenta, nadie nunca estuvo en un gran apuro. Estábamos de regreso en la isla a tiempo.
 
Llegamos a la entrada de la casa, encontrando otro cartelón gigantesco pegado en la puerta de nuestra cochera. En este se leía: ¡Te amamos y te extrañamos, Peter!
 
Una pequeña sonrisa finalmente apareció en mi cara cuando encontré el nombre de Mariana escrito en él, en grandes letras naranjas.
 
Ayudé a mamá a cargar las maletas dentro, caminando por la puerta principal.
 
Cerca de millones de globos abrazaban el techo de la sala. Miles de cartas descansaban en la mesa de café, un puñado de animales de peluche estaban alineados en el asiento cerca de la ventana.

—Bueno, mira eso. —Mamá estaba sorprendida mientras se paraba detrás de mí. Incluso hasta se rió—. Creo que tu escuela te extrañó.
 
Yo solo asentí, llevando todo dentro. Esto no solo había sido mi escuela. Esto había sido toda la isla.
 
—Guau —dijo mamá desde la cocina—. Mira hacia esa pila de vajillas. —Se rió.
 
Caminé hacia la cocina con las compras para ver de qué estaba hablando. Había una pila de cacerolas, tazones, y contenedores con nombres, que reconocí, escritos en ellos. Parecía como si nuestra familia hubiera estado muy bien alimentada mientras mamá estaba conmigo.
 
—¿Peter? —Escuché una voz desde arriba. Un segundo más tarde se escuchaba como si una manada de búfalos estuvieran bajando las escalaras. Estaba, de repente, siendo atacado por una “pila de perros“ en un abrazo que nos mandó a todos hacia el suelo.
 
—¡Oye! ¡Oye! —gritó mamá, apartando a Tomas y Joaquin de arriba de mí—. ¡Las puntadas, las puntadas!
 
—Lo sentimos, Peter —dijeron los dos al unísono, poniéndome de pie. Solo trate de reír, y les di un puñetazo en sus brazos.
 
—Estoy tan feliz de que estés en casa —dijo Alai, viniendo a mí con un poco más de delicadeza. Ella me jaló en un abrazo. Me sentí patético que eso todavía dolía un poco cuando alguien me tocaba.
 
—Ugh —dijo Tomas, observando mi garganta—. ¡Eso es asqueroso!
 
—¡Tomi! —jadeó mamá, envolviendo una mano en la boca de él—. No puedes decirle cosas como esas a él.
 
—Es algo desagradable —dijo Joaquin, mirando más de cerca.
 
—¡Joaquin! —chilló Alai, golpeando su brazo.
 
Saqué la pequeña libreta que ahora cargaba con ella en mi bolsillo. Él tiene razón, escribí. Es algo repugnante.
 
Alai solo suspiró y rodó sus ojos mientras caminaba fuera de la cocina. —Chicos —dijo y desapareció por las escaleras.

Estaba feliz de ver que no todo había cambiado por completo. Alai todavía actuaba como una chica de trece años. Los chicos seguían siendo honesto, groseros.
 
—¿Duele? —preguntó Tomas, liberándose del agarre de mi mamá.
 
No mucho, escribí. Me sentí raro intentando comunicarme así. Como si toda la conversación fuera en cámara lenta. Se sentía como si no pudiera escribir suficientemente rápido.
 
—Genial —contestó Tomas perezosamente, divagando por la sala para ver la TV.
 
—Tarea, jovencito —gritó mamá, con la cabeza dentro del refrigerador. Toda la familia juraba que ella en realidad tenia ojos en la parte trasera de su cabeza. Tomas solo suspiró y se volvió para subir hacia su habitación.
 
Y solo así, toda la familia parecía volver a la normalidad. Me quedé ahí, parado, en la cocina por un momento, sin saber qué hacer conmigo. Así que hice lo que habría hecho antes. Tomé mis cosas y caminé hacia mi habitación, como si fuera otro día normal.

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